viernes, 11 de junio de 2010

La Iglesia y su Gran Proyecto















Es extraordinario como, a lo largo de la historia de la humanidad, algo tan abstracto como el concepto de Dios, Deidad, Padre, Creador, El Que Corta El Bakalao, etc…, haya tenido tanta acogida y haya sido adoptado por tantas y variadas culturas, aun las más toscas. Para éstas últimas, la naturaleza de la religión resultaba de lo más sencilla, ingenua.

Si tuviéramos que representar esas religiones primigenias mediante un símbolo, sería este:

-“”- Dios=Sol. (O “" si habláramos de las creencias religiosas en África.) Nada más sencillo, ¿verdad?

Pero a medida que la inteligencia del hombre se desarrollaba -o mejor dicho, se embarullaba-, el concepto de religión lo hizo también. El “☺” originario pasó a convertirse en:


-“☺◦” :-Dios=Sol, pero ahora Sol tiene un hijo.

Luego:

-“۞”-Dios=Sol, pero el hijo de Sol ha fornicado con una mortal, con la que ha tenido muchos hijos mestizos, con todo lo que ello conlleva.

Hasta llegar al punto de hacer de la religión un verdadero y enrevesado laberinto, en el que todo aquel que entraba ya nunca volvía a ver la luz, y si lo hacía era sólo para pegarse un tiro.

Los dioses contaban con sus propias esposas, con sus amantes, con sus dioses rivales, a los que al principio se conformaban con enfrentarse intercambiándose rayos cual lanzas, pero que luego encontraron más divertido servirse de los mortales para que hicieran el trabajo sucio. Uno podía aspirar a atraerse el favor divino si jugaba bien sus cartas y caía en gracia a alguna de las deidades que habitaban el Olimpo. La línea que separaba a Dios del Hombre nunca había aparecido menos definida.

Griegos y Romanos contaba con su panteón particular de deidades; deidades hechas a medida, por supuesto. Entre los helenos, Dionisio era dios del vino y las bacanales, por aquello de que una cosa llevaba a la otra. Para los romanos, Marte era el dios de la guerra, practica ésta a la que eran muy aficionados.

Tuvo que venir el cristianismo para poner un poco de orden y terminar con tanto desenfreno, imponiendo algo de decoro y puritanismo. Los sátiros, con sus celebres falos siempre a punto para entrar en acción, fueron reemplazados por curas de negras sotanas (con sus falos igualmente prestos para ser utilizados); y las lujuriosas dríades, por castas monjas que conservaban intacta su virginidad para, ya cadáver, entregársela a Dios.


¿Qué clase de calidad de vida poseen estos pequeños anegelitos, compuestos solamente de cabeza y alas?




Frente a los panteones del mundo clásico, centros de frenética actividad, el del cristianismo se presentaba en sus inicios como el colmo del aburrimiento: un tranquilo y silencioso despacho celestial, con un único escritorio y una única silla con la palabra “Creador” escrita en su respaldo. Sentado en ella, un venerable anciano con un ojo encerrado en un triangulo en lugar de cabeza. Un tipo curioso, lunático por fuerza, y aburrido, haciendo solitarios para toda la eternidad.


Una religión de estas características poco futuro podía esperarle. Eso mismo debieron ver los llamados Padres de la Iglesia y posteriores, a los que les faltó tiempo para mandar al cielo a un grupo de asesores, denominados “santos”, para llevar a cabo algunas reformas. Estudiaron la estructura del pequeño despacho, midieron las paredes, todo en vista de ampliarlo, de acondicionarlo para los tiempos que iban a venir. Unos tiempos grandiosos.


Al final decidieron echarlo directamente abajo y levantar en su lugar una especie de gigante polideportivo, a cuyas puertas colocaron de custodio a San Pedro, el primer portero de discoteca de la historia.


Ya sólo quedaba pintar. La elección del color no les llevó demasiado tiempo. El rojo ya había sido utilizado por Lucifer, y los demás colores, la verdad, no pegaban ni con las túnicas ni con las alas de los querubines. Eligieron, pues, el blanco, pero no cualquier blanco, sino el “Blanco Cegador”, muy de moda y con el que las almas quedaban maravilladas una vez cruzaban el Túnel de la Muerte. Y como ya estabas muerto, no había que temer que se te quemasen las retinas debido a tan violento contraste.


Así se creó el Cielo, amigos míos. Fue labor de la Iglesia, en su lucha para que lo sencillo, lo comprensible, dejara de serlo.

De hecho, fue precisamente la simpleza del mensaje de Jesús lo que a los miembros de la Iglesia les pareció intolerable. Su elevada inteligencia se rebelaba ante la sola idea de que la “Verdad” pudiera ser comprendida por todos, incluso para el más bajo sujeto de la clase social. Debían mantener en la ignorancia al Pueblo, evitar que alguien se levantara en medio de una misa y gritara “¡Esa no es la Verdad!”. No, esa “Verdad” tenía que estar destinada sólo a un reducido numero de personas, únicos capaces de entenderla, cuyo cometido en la Tierra sería esparcir la duda y el miedo entre el Pueblo. Esclavizarlo.


Un cielo superpoblado, sujeto a su propia y rígida jerarquía de ángeles, querubines, serafines, hombres píos de todo tipo, era precisamente lo que la Iglesia ansiaba crear. Así en la Tierra como en el Cielo, ¿no?


Aunque eso sí, Iglesia tuvo que aplicarse de lo lindo para hallar los métodos adecuados para que los fieles perdieran de vista ese camino tan bien marcado y señalizado que les dejara ese hippie llamado Jesús de Nazaret (amaos los unos a los otros, no hagáis a los demás lo que no os gustaría que os hicieran a vosotros…etc) Y para ello, lo que la Iglesia hizo fue abrir otros senderos alternativos, ganarlos a la maleza, al tiempo que sembraba de chinchetas y clavos el camino originario, colocando a largo de su trazado carteles de “¡Peligro Herejía!”, y encendiendo algunas hogueras para los que, aun con tan severas advertencias, se empeñaban en recorrerlo.





Hay que decir que esos otros caminos alternativos describían sinuosas curvas, empinadas subidas y mareantes bajadas, creando así la ilusión en el Caminante de que llevaba recorrido un largo trecho, cuando en realidad no había hecho más que permanecer en el mismo lugar, cuando no retrocedido.


En cualquier caso, estos caminos terminaban irremediablemente en un muro de zarzas, impidiendo al Caminante seguir avanzando, dejándole ante la decisión de sentarse en el suelo y aceptar su derrota, o bien volver sobre sus pasos y buscar otro camino. Lamentablemente, esta segunda opción es la más común en la trayectoria del Hombre en su infatigable afán de abrazar el conocimiento supremo. Un buen ejemplo de ello es la Teología, que es la ciencia que estudia a Dios, ni más ni menos.


Gracias a la labor de la Iglesia, el mensaje de Jesús quedó así relegado a lo meramente anecdótico. Parecía que lo que más urgía conocer de Él, para la salvación de la humanidad, no era ese mensaje suyo y sí en cambio Su verdadera naturaleza. A lo largo de la historia del cristianismo, ya desde sus mismos inicios, hubo encendidos enfrentamientos debido a estos desacuerdos, que a simple vista podrían parecer carentes de importancia, pero que la tuvo. Y mucha.


Ya en tiempos de la caída del Imperio Romano, estas dos formas de considerarse cristiano se dejaron notar. Por un lado los romanos católicos, con el Papa a la cabeza; por otro, los pueblos germánicos, instalados pacíficamente o por la fuerza en territorio del Imperio, que eran arrianos.


Para estos arrianos, Cristo era una creación de Dios, pero de carne y hueso, todo lo contrario de la versión que mantenían los católicos; nada más ni nada menos que en Cristo cohabitan tres naturalezas, la del Padre, el Hijo y Espíritu Santo.


Para el pobre Jesús no era ya suficiente con que a su madre la hubiera preñado una paloma como para ahora tener que soportar que le llamaran de tres formas distintas (sobre todo le molestaba que por la calle se dirigieran a él como “Espíritu Santo) ¿O fue Jesús el primer esquizofrénico? Dejo la pregunta en el aire.


Estaba también el adopcionismo, cuyos seguidores tenían a Cristo como un hombre de carne y hueso, pero con un toque de divino (como si de condimentar con pimienta una comida se tratara) al haberse fijado Dios en él, adoptándole, de ahí el nombre. La cosa no termina ahí. También surgió el socinianismo, el priscilianismo, el origenismo, el nestorianismo, el monofisismo, el monotelismo, el apolinarismo, el marcionismo, el unitarismo... etc, etc. Todos estos grupos, si bien eran cristianos, no se podían ver ni en pintura. ¿Por qué? Es bien sencillo: ninguno de ellos se ponía de acuerdo en el % de divinidad que encerraba el cuerpo de Cristo. ¡Si es que al final todo es cuestión de matemáticas!


Los primeros pasos se estaban dando satisfactoriamente. El Pueblo no es que se alejara de la religión, pero sí que renunció a entenderla, pues les parecía algo demasiado complicado. Más cuando opinar en voz alta que Cristo era (sólo) de carne y hueso podía acarrearte no pocos problemas, cuando no la muerte. Era más cómodo aceptar la condición de oveja, perteneciente a un rebaño, y bajo el cuidado (yugo) de ese Gran Pastor llamado Iglesia Catolica.


A ésta Iglesia sólo faltaba hacerles creer a ese Pueblo una cosa más. La guinda del pastel de las mentiras. Nada más ni nada menos que el más encumbrado de sus miembros, el celebre Santo Padre, gozaba del contacto directo con Dios (lo que actualmente sería como decir que le tenía agregado al facebook).


¡Y coló! Madre mía si lo hizo.


Imagino que al principio lo dirían en voz baja, como aquel que dice algo medio en broma, tanteando el terreno. Tuvo que ser mayúscula la sorpresa de los miembros de la Iglesia cuando comprobaron que el Pueblo se tragaba aquella absurda historia del “Vicario de de Dios en la Tierra” sin hacer preguntas.


Fue entonces cuando la Iglesia comprendió hasta dónde llegaba la credulidad del la gente cuando apretabas ciertas clavijas. Y bien que les ha funcionado. En el devenir de la Historia, la Iglesia iba convertirse en patrocinadora de guerras, crímenes y atropellos de todo tipo, siempre con el nombre de Dios en la punta de la lengua. “Dios lo quiere”, fue la frase estrella, la más escuchada entre los miembros del clero. Si en 1244 reunían a más de doscientos inocentes (malvados herejes según ellos) frente al castillo de Montsegur y los quemaban vivos, no era porque fueran unos sádicos criminales, sino porque “Dios lo quiere”.


Si en 1099 los cruzados cristianos masacraron la práctica totalidad de la población de Jerusalén, no fue por defensa propia (que dirían hoy), sino porque cierto personaje cubierto de oro y con una rica mitra en la cabeza, les dijo lo que el mismo Dios le había dicho a él. Básicamente una lista de puntuación para ganarse el cielo, donde por cada infiel muerto estabas a un paso más de disfrutar de su Divina Presencia. Para que os hagáis una idea del tipo de fe que se practicaba por entonces, aquí dejo un extracto de la crónica de Raimundo de Aguilers, que estuvo allí, en el séquito del conde de Tolosa, del que era su cap
ellán.

«Maravillosos espectáculos alegraban nuestra vista. Algunos de nosotros, los más piadosos, cortaron las cabezas de los musulmanes; otros los hicieron blancos de sus flechas; otros fueron más lejos y los arrastraron a las hogueras. En las calles y plazas de Jerusalén no se veían más que montones de cabezas, manos y pies. Se derramó tanta sangre en la mezquita edificada sobre el templo de Salomón, que los cadáveres flotaban en ella y en muchos lugares la sangre nos llegaba hasta la rodilla. Cuando no hubo más musulmanes que matar, los jefes del ejército se dirigieron en procesión a la Iglesia del Santo Sepulcro para la ceremonia de acción de gracias»







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